1920: Pacifismo de la acción, pacifismo revolucionario (Kurt Hiller)

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(Charla en la reunión general de la Sociedad Alemana para la Paz – Braunschweig, 30.9.1920)

¡Distinguidos compañeros de lucha!

¿O hay alguien entre Uds. que piense que es un tratamiento no adecuado para pacifistas, ya que se contradicen mutuamente el pacifismo y la lucha? A esta idea debo oponerme enérgicamente. Pacifismo no significa mansedumbre. El que cree que el pacifista -por definición- debería ser un ser humano tranquilo, dulce, absolutamente indulgente y tolerante, una criatura que nunca se opone, que no se rebela, que no es agresiva, o incluso furiosa, más bien una criatura humilde, empapada de miel de la armonía y del amor incondicional a la humanidad, el que cree esto ha entendido mal de raíz el pacifismo.

El pacifismo no se refiere a un rebaño de corderitos y tampoco apunta a una virtud de monjas, sino representa un movimiento de lucha por una idea. ¿Por qué idea? No por la idea de que en el mundo acaben las luchas entre seres humanos y grupos de seres humanos, sino por la idea de que se acaben las guerras en el mundo. No son sinónimos la lucha y la guerra. La guerra es una forma de lucha y significa la pelea sangrienta a vida o muerte de masas, es pues una forma de ser arrastrado inocentemente a la muerte. Y este tipo de enfrentamiento -por ser inhumano- es el que quiere eliminar el pacifismo de este mundo. Solamente esta forma. No quiere eliminar el conflicto de intereses, el antagonismo de sentimientos, caracteres, ideas, el patetismo del enemigo, el «pathos» de la enemistad, la violencia de la palabra, ni siquiera quiere eliminar el odio. El pacifismo no es «castracionismo del alma». Un mundo sin odio sería lo más lastimoso, insípido y terrible que se puede imaginar, sería un mundo sin amor. El que no sabe odiar tampoco sabe realmente amar, no con ardor espiritual real. Cada genio del amor a la vez ha sido un genio del odio. El amante más sublime de la historia, Jesús, al mismo tiempo, era una de las personas con más intensa capacidad de odio. Él, Jesús, persiguió a los fariseos cuando estaban en el templo, según cuenta la historia, usando el látigo. Me parece a mí que el pacifismo utiliza demasiado poco el látigo. El pacifismo no es un movimiento contra el odio. Predicadores morales enemigos del instinto, reformados de la forma prenietzscheana del pensar, filósofos de la negación… son los responsables de esta confusión. Realmente el pacifismo es un movimiento que no tiende a oprimir o suprimir el odio sino a sublimarlo, a ponerlo en formas tales que lo hagan dejar de ser nocivo. Pues ese es el punto clave, esa es la tarea fundamental de la civilización: reducir los peligros propios de la vida al mínimo posible. Con este trabajo empezaron los dos primeros hombres primitivos, juntándose en su lucha contra la fiera que les amenazaba. Continuar este trabajo contra esa fiera, que enfurece dentro del género humano contra el propio género humano es nuestra tarea, la tarea de los pacifistas. Tenemos el compromiso ante nuestro espíritu de no hacer todo aquello que cuando se hace puede ser útil para acabar con el belicismo de nuestro planeta, y acelerar el fin de la era del asesinato legal de masas. No hemos de desear este fin, hemos de quererlo. No hemos de tocar el arpa pacifista, sino que hemos de blandir el martillo pacifista.

No es suficiente lamentarse de las «carnicerías de masas», indignarse, hacer consideraciones históricas, investigar las causas de las guerras pasadas y de la última guerra, buscar culpables y luego plantear teóricamente un mundo de la sociedad de las naciones que funcione sin dificultades, un estado mundial teórico solamente existente en las resoluciones de los congresos, con el fin de amasar con todo eso un tema de conversación que sirva para vecinos con necesidades de estimulos para las veladas tranquilas de los lunes: debemos ir más allá de la meditación, el análisis, la teoretización y el debate. Tenemos que actuar evitando que haya asesinatos, estigmatizando a los asesinos, actuar de una manera destructiva contra la guerra. Cierto que cada acción necesita su preparación mental, pero la preparación debe estar orientada hacia la acción. Un pacifismo «científico», que se quede estancado en el cientifismo habrá perdido su sentido y habrá sucumbido con toda la razón a la risa de cualquier temperamento humano. El pacifismo será activo o no será.

Pacifismo activo: esto significa pacifismo de personas decididas a terminar con la guerra mediante la praxis personal de acción, dispuestos y a costa del sacrificio individual.

Pero la reflexión, que debe preceder a la acción, tiene que empezar con una concienciación de la base espiritual del pacifismo en su totalidad: la inviolabilidad de la vida y la exigencia incondicional de su incolumidad. Esto es el alfa y el omega. Sería muy superficial justificar el pacifismo diciendo simplemente que la guerra es un mal y que se ha de sustituir: la arbitrariedad de la violencia por el orden del derecho en todas las partes. La fundamentación debe ir más allá. Pues uno se pregunta: ¿Por qué no debe existir la guerra? ¿Por qué no debe existir la violencia? El hecho de que nosotros no queramos estéticamente este sistema sangriento no es una respuesta suficiente. Al igual que los militares muy difícilmente pueden legitimar la guerra como un fin en sí mismo, también los pacifistas muy difícilmente podemos condenarlo por sí solo. Del mero concepto de la guerra no se puede extraer ningún argumento contra ella. Lo condenable, lo terriblemente cruel, lo profundamente bárbaro en la guerra moderna, especialmente es que obliga a seres humanos que quieren vivir, seres humanos sanos, con fuerza creadora, con ánimo productivo, inocentes, a dejarse matar. Y esa guerra además les obliga a matar seres humanos inocentes, igualmente sanos, productivos y con ganas de vivir, seres que solamente tiene la culpa de ser de naciones diferentes.

Hay pacifistas que olvidan el hecho simple de esta crueldad o nunca lo han pensado, y yo digo francamente que no manifiesto gran respeto por estos llamados «pacifistas». Estos son pacifistas «cabeza cuadrada». No saben por qué hacen lo que hacen y entonces no es de extrañar que lo hagan mal. Un pacifista no merece este nombre a menos que tenga claro que la guerra adquiere su carácter diabólico exclusivamente a través de la conscripción (reclutamiento obligatorio).

Una vieja norma jurídica dice: «Volenti non fit injuria» (el que persigue un fin no experimenta injusticia) y por lo tanto no ha lugar a protestas patéticas por la muerte en batalla de un soldado profesional o un mercenario, que asumen voluntariamente este destino. El estado dentro de unos límites razonables ha de conceder al individuo el derecho de disponer sobre su propio, el derecho a la autodeterminación individual, el «derecho sobre sí mismo», y también el derecho a disponer sobre el cuerpo de otros individuos con su consentimiento. Siguiendo este principio, se han de promulgar las normas sobre la legislación sexual (muy en contra de la actualmente vigente ley alemana que atenta contra la libertad). De este principio se ha deducido también la impunidad del intento de suicidio (una adquisición conseguida por parte de Amseln Feuerbach hace no más de un siglo) y de ahí la consideración del duelo como un acto no punible. La exhortación moral de batirse en duelo continúa siendo punible.

Ya que las guerras entre ejércitos de voluntarios no representan algo más que duelos colectivos enormes no se puede sustancialmente replicar contra este tipo de guerras siguiendo el principio del derecho sobre sí mismo, al menos a primera vista. Una segunda aproximación nos descubre, sin embargo, las terribles devastaciones que esas guerras causan también sobre los espacios habitados por gentes inocentes e imparciales, nos muestra las heridas y muertes de ciudadanos ajenos al conflicto mediante proyectiles extraviados, y la dimensión aplastante del peligro de que la guerra de voluntarios se convierta en una guerra de personas coaccionadas cuando uno de los dos bandos vea disminuida su suerte en la batalla. Un estado que manda una guerra mediante ejércitos de voluntarios siempre se encuentra obligado a seguir mandándola a través de ejércitos de soldados conscriptos (ejemplo famoso: Inglaterra).

Por lo tanto el pacifismo debe rechazar a cualquier guerra, también la de soldados conscientes. Como consecuencia, la dirección en la que debe combatir el pacifismo sigue siendo la conscripción. El que hoy todavía se oponga a esta idea puede que quizás sea un ciudadano honrado y que paga sus impuestos, ¡pero de ningún modo un pacifista!

Puede que la vida nos sea necesariamente uno de los bienes superiores, pero es el prerrequisito de todos los bienes, incluso de los más superiores. El derecho más básico y distinguido del individuo es el derecho a la vida. El estado, por principio básico, en primer lugar sirve para proteger la vida de sus conciudadanos. Todas las demás funciones añadidas son banalidades de poca importancia en comparación con su función fundamental. Por lo tanto, un estado que hace la guerra mediante personas conscientes no es sino una perversión de la propia concepción del estado. La concepción de que un estado no debe seguir la voluntad de sus ciudadanos sino que el ciudadano existe para el estado, esto es partiendo de la idea del estado como un «moloch», que tenga permiso para tragarse cualquier cantidad de seres humanos, es la concepción reaccionaria y antilibertaria por excelencia. Y para esta idea y sus seguidores el verdadero pacifista sólo conoce un remedio: odio ardiente.