Siria está en llamas: ¿qué está alimentando el incendio?

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Islamic State: Rewriting History
Michael Griffin
Pluto Press, 2016. 176 pp.

Burning Country: Syrians in Revolution and War
Robin Yassin-Kassab y Leila al-Shami
Pluto Press, 2016. 262 pp.

Reseñas de Mike Noonan

Siria está en el foco de la atención mundial. Sin embargo, cuanto más acercamos la lente, más oscura parece la imagen. ¿Es una revolución lo que vemos? ¿Es una guerra por delegación a cargo de fuerzas internacionales? ¿O, sobre todo ahora con la emergencia del Estado Islámico, se trata del autoritarismo islámico autoafirmándose? Estas preguntas son vitales para cualquiera que quiera componer el rompecabezas de lo que está sucediendo y sobre todo para los activistas que intenten entender lo que está en juego en Siria y qué actitud tomar ante los acontecimientos mientras estos se desarrollan.

Dos libros recientes arrojan algo de luz sobre la tragedia y la lucha en Siria. “Islamic State”, de Michael Griffin, es un relato que resume el ascenso de Daesh, el acrónimo árabe con el que ISIS ha llegado a ser conocido. Por otro lado, “Burning Country: Syrians in Revolution and War”, de Robin Yassin-Kassab y Leila al-Shami intenta contar la historia de la revolución siria desde abajo. Entre estos dos libros emerge la imagen de un país desgarrado por la revolución y la contrarrevolución, que es al mismo tiempo punto focal de la intervención exterior. La realidad viviente del conflicto sirio es contradictoria y desafía una caracterización sencilla.

En “Islamic State”, Michael Griffith narra el ascenso de Daesh durante la última decada y media. La historia que cuenta es la de un cuadro de revolucionarios islámicos, endurecidos y moldeados por la represión en las cárceles de los regímenes de Oriente Medio y de la ocupación estadounidense. Como afirma Griffin: “Un tema que fluye a través de EI como un hilo rojo es la estancia en prisión”. Daesh tiene sus orígenes en el Iraq en ruinas que dejó la invasión de EEUU en 2003. Fueron prisiones de EEUU como Camp Bucca las que proporcionaron el espacio de reclutamiento inicial de militantes islamistas. Imitando la administración de las cárceles dentro de su propio país, las fuerzas de EEUU confiaron en las formas de organización propias de los presos para el mantenimiento del orden interior. Es este caso, fueron los islamistas radicales los que dividieron la cárcel en sectores gobernados por mayores o emires. Según Griffin, “con el consentimiento tácito de EEUU, los emires transformaron Camp Bucca en un enorme centro de adoctrinamiento y entrenamiento” (3). El califa del Estado Islámico, Abu Bakr al-Baghdadi, y miles de otros reclutas islamistas emergieron de ese crisol como una fuerza política organizada.

En el periodo inicial de la ocupación estadounidense, los grupos islamistas estuvieron liderados por Musab al-Zarqawi, el líder de al-Qaeda enviado por Osama ben Laden para dirigir las operaciones en Iraq. Su combate iba dirigido contra dos adversarios: las fuerzas de ocupación estadounidenses y los partidos políticos chiíes. Al-Qaeda en Iraq se presentaba como la auténtica resistencia suní y reclutó ampliamente en el “triángulo suní” de la provincia de Anbar. Como señala Griffin, esta tendencia sólo se detuvo por el movimiento Sahwa (“Despertar”) de 2007, en el que “antiguos miembros tribales del ejército iraquí y el AQI fueron pagados para vigilar exactamente las mismas infraestructuras que antes habían intentado sabotear” (23). Mientras los políticos y los medios de EEUU hablaban del éxito del aumento súbito de tropas por parte de la administración Bush, el verdadero descenso de la violencia se debió a estos sobornos a las bases suníes de al-Qaeda. El conflicto no se había detenido permanente, y la descomposición abrió nuevas posibilidades para las fuerzas islamistas.

El islamismo en Siria tuvo sus primeras manifestaciones como rama local de los Hermanos Musulmanes. Como Iraq, Siria estaba gobernada por un partido nacionalista árabe: el partido Ba’ath. El régimen sirio emprendió una guerra implacable contra los Hermanos Musulmanes que culminó en la masacre de 20.000 personas en el bastión de la hermandad de Hama en 1982. Miles de militantes islamistas pasaron décades en prisión por organizarse contra el régimen. Según Griffin, las cárceles de Siria cumplieron el mismo papel como centros de reclutamiento que las cárceles de EEUU en Iraq habían establecido inadvertidamente. Por ejemplo, “la cárcel de Sednaya… era una cruel, brutalizadora y disciplinada academia de veteranos de Hama y de sirios que volvían de la yihad iraquí.” (45)

Las organizaciones islamistas encontraron un aliado inesperado en el propio Bashar al-Assad durante los primeros días de la revolución siria. La revolución fue coordinada inicialmente por “Comités de Coordinación Local” creados ad hoc. Como señala Griffin, “en una jugada de maquiavélica ingenuidad… a Assad le salió por la culata el tiro contra los CCL con la amnistía que liberó a 1500 islamistas extremistas convictos de Sednaya y de otras cárceles políticas y los lanzó a una sociedad turbulenta” (45). A través de sus contactos exteriores, los islamistas empezaron a acumular armas y consiguieron llegar a dominar el combate militar que se tragó la revolución siria. Las milicias ad hoc formadas por los CCL a penas pudieron competir con los islamistas, que tenían acceso, por ejemplo, a los casi tres mil millones de dólares enviados por Catar a las milicias islamistas.

Daesh emergió de la convergencia de al-Qaeda en Iraq y las milicias islamistas en Siria. Al-Baghdadi, tras asumir el mando de Jabhat al-Nusra, rompió con la estrategia de al-Qaeda de simplemente hacer la guerra contra los supuetos enemigos del Islam. El Estado Islámico de Levante, o Daesh, transitó desde el terrorismo hacia la formación de un estado en el territorio entre Siria e Iraq. Una narrativa coherente de la guerra regional entre chiíes y suníes se ve reforzada por el hecho de que la República Islámica Chií de Irán apoya a al-Assad y mantiene importantes lazos con los partidos políticos chiíes de Iraq. Daesh reclutó sus fuerzas de las brutalizadas poblaciones suníes de ambos países, que buscaban medios de resistir a sus respectivos torturadores.

Griffin muestra sus límites cuando inadvertidamente toca cuestiones históricas o políticas que escapan del alcance de su relato periodístico. A veces, Griffin presenta el conflicto sectario en Siria como un producto de hecho del “rompecabezas religioso” (43), sin mencionar que esas divisiones fueron inscritas en el Estado sirio de entonces por el imperialismo francés. La caracterización que hace Griffin de la política islamista tiende también hacia la caricatura, al describirla como un virus o un cáncer, en vez de como una ideología política con motivaciones humanas. A pesar de ello, con sus escasas 163 páginas, “The Islamic State: Rewriting History” representa un filón de datos esenciales sobre el ascenso de Daesh, escrito en un estilo periodístico ágil.

“Burning Country: Syrians in Revolution and War”, de Robin Yassin-Kassab y Leila al-Shami es un proyecto mucho más ambicioso. Con este libro, los autores han buscado llevar a las páginas de un libro los relatos de primera mano de revolucionarios de base. Contando la historia de esta manera, Yassin-Kassab y al-Shami nos muestran la revolución y la contrarrevolución entretejidas dentro de las decisiones pragmáticas de gente desesperada. Por encima de todo, los autores buscan demostrar un hecho importante, a menudo invisibilizado por la violencia: que existe una revolución desde abajo en Siria y que todavía vive y respira a pesar de todo lo demás.

Yassin-Kassab y al-Shami nos trasladan a las calles en las que en febrero de 2011, inspirados por los ejemplos de Túnez, Egipto y Libia, se reunieron multitudes para hacer una pregunta trascendental: “¿Por qué nosotros no?” (46). El eje alrededor del que evoluciona la historia es la emergencia de los consejos locales o tanseeqiyat. Los consejos estaban formados por “sólo cinco o siete revolucionarios a tiempo completo en cada barrio, trabajando en total clandestinidad pero enlazados con otras redes a través de la ciudad” (57). Los comités movilizaban a la gente para las protestas, documentaban los abusos del régimen y organizaban huelgas en mercados y universidades. Organizados mediante la asociación voluntaria y seleccionados por el peligro de represión, los comités fueron la espina dorsal de la revolución popular.

Mientras la revolución se extendía con la fuerza espontánea de la acción autónoma, se hacía necesaria la intervención consciente de activistas revolucionarios para formar los consejos o municipios. En esta tarea, los autores destacan las acciones del activista anarquista de 63 años de edad Omar Aziz, que regresó a Siria desde el extranjero tras las protestas de 2011 y extendió el movimiento de formación de consejos. Aziz fue detenido en 2012 y murió en condiciones de tortura en las celdas de las cárceles del régimen. A pesar de ello, los consejos se extendieron por toda Siria y, según Yassin-Kassab y al-Shami, siguen siendo el medio de organización del apoyo mutuo y la protesta hoy en día. El problema para los consejos, expresado por uno de los activistas, es que “necesitábamos más dinero para sobrevivir… Los que sí tenían dinero, los Hermanos Musulmanes y otros sirios en el exterior, tenían sus propias agendas” (61).

Además de los consejos locales, Yassin-Kassab y al-Shami describen también la emergencia de las comunidades autónomas en las regiones kurdas del norte de Siria, ahora conocidas colectivamente como Rojava. Los cantones kurdos presenciaron la emergencia de consejos comunales elegidos directamente, inspirados por el Partido de Unión Democrática (PYD), vinculado con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Sin embargo, al respecto, los autores arrojan algunas dudas sobre los objetivos del PYD. Según Yassin-Kassab y al-Shami, “en las regiones kurdas, el proceso revolucionario fue más de arriba a abajo y liderado por un partido que en el resto de lugares” (74). A pesar la muy mitificada democracia directa en Rojava, el PYD “mantiene el control último sobre los consejos a escala cantonal” (74). Como todo en la revolución siria, Rojava y la lucha kurda están atravesadas por las contradicciones.

El ascenso de las milicias islamistas está directamente ligado a los límites impuestos por la militarización sobre la lucha de base. Según Yassin-Kassab y al-Shami, el islamismo floreció en las milicias “y hubieron razones concretas para que ello ocurriera relacionadas con el suministro de armas, la financiación y la disciplina” (109). Los grupos de combate formados inicialmente por sirios indignados que querían tomar represalias contra la brutalidad del régimen, fueron lentamente reclutados y reestructurados por los grupos islamistas tales como Jabhat al-Nusra. La lógica de estos combatientes sirios se expresa en una cita del activista Basel al-Junaidi, que afirma: “Eran respetados como soldados fuertes y bien entrenados, así que la gente -incluyendo laicos como nosotros- decidió tolerarlos hasta que el régimen desapareciera” (127). Cuando el conflicto se agudizó, esta lógica se hizo dominante y alimentó el ascenso de Daesh.

A diferencia de Griffin, Yassin-Kassab y al-Shami se interrogan sobre las motivaciones sociales de los militantes de ISIS implicados en la construcción de un nuevo Estado. Enmedio de la brutalidad de la guerra y la revolución, el gobierno de ISIS puede parecer como un nuevo año cero para los que quieren empezar de nuevo. Bajo el dominio de ISIS, “las familias ricas, notables, y todos los partidos políticos se vuelven irrelevantes” (138). Como afirman los autores, “ISIS tiene escaso apoyo popular en Siria, pero este apoyo existe y puede estar creciendo” (138). Este apoyo en Siria se magnifica y se refuerza por la influencia de los combatientes extranjeros que están haciendo de Siria un campo de batalla para el islamismo, al igual que lo fue Afganistán a finales de los años 70 durante la ocupación soviética.

En “Burning Country: Syrians in Revolution and War”, Yassin-Kassab y al-Shami han producido una excelente obra de periodismo político desde abajo. El libro es un coro de voces, desde las que construyeron los primeros consejos de base en 2011, hasta las que cumplieron condenas de cárcel bajo el dominio de ISIS. En poco más de 200 páginas, una enorme cantidad de historias y anécdotas ilumina las realidades de la situación siria y demuestra la tesis de sus autores de que en 2011 empezó una revolución popular y sus consecuencias todavía se pueden percibir a pesar de los horrores de la guerra.

Siria está en llamas y el incendio lo alimenta la actual lucha que ha producido una experiencia de autoorganización de la población insurgente. Al mismo tiempo, todos estos acontecimientos han provocado un sufrimiento indecible, la muerte de centenares de miles de personas, el desplazamiento de millones de refugiados. Solamente podemos confiar, como hacen Yassin-Kassab y al-Shami, en que “existen razones para esperar que cuando las bombas por fin dejen de caer, cuando los checkpoints de ISIS y del régimen ya no amenacen con la muerte, esta gente volverá y levantará su voz de nuevo por un futuro mejor” (220).


Publicado originalmente en New Politics