Carlos Pérez Barranco, Antimilitaristes-MOC València
[Publicado en el nº129 de la revista del Ateneo Al Margen]
Al campo antimilitarista al que uno pertenece le gusta subrayar que el militarismo también es un fenómeno social, una ideología, un conjunto de valores, una forma de organizar la sociedad que calca sus esquemas de, pero que desborda, lo estrictamente militar, sus estructuras y fuerzas. El “ordeno y mando”, la obediencia, la vigilancia y el control social, la dominación y, al final, la violencia si todo lo anterior no funciona. En las próximas líneas veremos cómo la evolución del militarismo en sus dos versiones ha explotado en dos direcciones: una hacia dentro con la extensión de la hipervigilancia y la militarización policial, y otra hacia el exterior, con el comodín del discurso de la guerra contra el terrorismo, la capacidad de matar a distancia de forma cada vez más autónoma mediante drones, y la irrupción de las empresas militares privadas. Unas viejas nuevas tendencias que son irremediablemente globales, y solo desde una intencionada miopía podrían circunscribirse solo a una parte del mundo.
La primera dirección de esta explosión del militarismo, hacia el interior, ha intensificado y extendido las formas de control y vigilancia, con el insidioso despliegue, en el espacio público, pero también en el privado, de tecnologías, cada vez más capaces de seguir e identificar individualmente, de convertirnos en “ciudadanos de cristal”, con el objetivo último de mantener abajo a los de abajo y arriba a los de arriba en tiempos de precarización acelerada de la vida de miles de millones de personas. En los últimos veinte años hemos naturalizado con tanta facilidad que el espacio público sea un espacio videovigilado, que ahora será sencillo que aceptemos la vigilancia desde el aire mediante drones y la conexión con tecnologías de reconocimiento facial como las que ya operan en lugares como China, ligadas a un sistema de “crédito social”. Y de la vigilancia de las actividades privadas y el tratamiento de los datos extraídos de estos tanto para fines comerciales como de vigilancia securitaria, ya está desplegada la arquitectura necesaria para ello y la llevamos en el bolsillo, como ha señalado el ex analista de la NSA Edward Snowden, y como hemos podido conocer recientemente en el caso del movimiento independentista catalán con la infección autorizada judicialmente de teléfonos móviles de algunas de sus figuras centrales con software espía como el conocido Pegasus. Este despliegue necesita a veces un buen empujón y los momentos de “shock” y gestión autoritaria que hemos experimentado en los últimos años han supuesto un avance sin precedentes del consenso social sobre la trazabilidad y vigilancia sobre nuestra vida si es “por nuestro bien”. Un paisaje que no hará más que agudizarse con el impulso estatal a los procesos de telematizar e informatizar todas las relaciones de la población con la administración. La llamada digitalización.
Y cuando el control y la vigilancia no sean suficientes para contener eventuales estallidos sociales, otra de las tendencias de los últimos años es la creciente militarización de los cuerpos policiales. En sus medios represivos, cada vez menos distinguibles del armamento puramente militare, pero también en misión y mentalidad, dirigida a actuar contra sectores de la sociedad caracterizados cada vez más abiertamente como “enemigo interior”. Todo ello bajo el paraguas del discurso legitimador de la “seguridad”, en este caso, de la “seguridad ciudadana”. La Internacional de Resistentes a la Guerra comparte informaciones sobre el nivel que alcanza esta creciente militarización de las fuerzas policiales en diferentes lugares del mundo.
La otra dirección de esta explosión del militarismo en los últimos veinte años, que se mueve en y hacia el exterior de las fronteras se refiere a las fuerzas militares y la guerra, y es la más fácilmente describible a través del desarrollo vertiginoso de los medios tecnológicos, la capacidad de proyección exterior de tropas hasta cualquier lugar del mundo donde sea necesario proteger los intereses estratégicos o económicos en cuestión de días, pero también de matar a distancia desde la comodidad de una oficina, mediante drones y aviones no tripulados que pronto ni siquiera necesitarán control humano en cuanto el desarrollo de la mal llamada “inteligencia artificial”, o sea, de la capacidad de cálculo algorítmico, lo permita. Parece que no era suficiente con que el adiestramiento militar convierta a seres humanos capaces de tomar decisiones éticas en robots sin conciencia capaces de ejecutar poco más que órdenes: es necesario sustituirlos por robots reales siguiendo un software. Esto es lo que quiere frenar una campaña internacional, “Stop the Killer Robots”, que denuncia la deshumanización ligada a esta creciente autonomía del armamento y que ya señala el uso actual de máquinas autónomas israelís para el control de fronteras en Gaza.
Pero no nos dejemos obnubilar por la vertiginosa tecnificación del armamento. La guerra sigue siendo lo que ha sido en toda su historia: un inmensa trituradora de acero y explosivo de carne y vidas humanas, como podemos presenciar cada día en Siria, Ucrania y Gaza, por ejemplo. La brutalidad extrema en los medios militares convive con las tecnologías más avanzadas y sofisticadas sin aparente contradicción. No es de extrañar este desarrollo prácticamente de ciencia-ficción sabiendo que los proyectos militares absorben en todo el mundo buena parte de los recursos económicos empleados en la investigación y desarrollo, y que un enorme ejército mundial de ingenieros y científicos dedican su trabajo a la invención y fabricación de nuevos sistemas de armamento. Su conciencia, en caso de problemas con ella, está a salvo, pues solamente les ocupa la creación de un pequeño pero importante componente del avión de combate o el sistema de misiles de turno.
Pero también tenemos la irrupción de las PMC (Private Military Contractors) ya en todos los “teatros de operaciones”: los ejércitos privados actuando bajo contrato de gobiernos allí donde es necesaria una mayor garantía de impunidad y reducir al mínimo las posibilidades de rendición de cuentas y asunción de responsabilidades futuras ante posibles crímenes de guerra. Sí, igual que con el uso de sistemas de armamento a distancia. Tenemos a Blackwater (después Xe, después Academi y hoy Constellis) dejando tras de sí un a estela de masacres en Iraq y Afganistán, pero también a Wagner, la empresa del liquidado Prigozhin, principalmente en Siria, tras la intervención rusa, y en Ucrania, como parte de las tropas invasoras, pero también en diferentes países africanos donde las elites capitalistas rusas tienen intereses que proteger.
Es la evolución esperable que sigue a la constatación de los nocivos efectos deslegitimadores para los “esfuerzos bélicos” que tiene el impacto en las opiniones públicas propias de las cifras de muertos entre sus filas, como se pudo descubrir ya en la guerra de Vietnam cuando empezaron a llegar los ataúdes a casa, que fue el momento álgido de la movilización antiguerra, y no el momento de la mayor intensidad de masacres. Hay que reducir por tanto las bajas propias, aunque sea a costa de la destrucción de la vida y los hogares de las poblaciones civiles “enemigas”. Esto, conjugado con ese discurso legitimitador de cualquier bestialidad militar, casi absoluto, que es el de la “guerra contra el terrorismo”, puede explicar por qué han ido las cosas por los caminos que están yendo en los últimos veinte años.
En los años 80-90 el narcisismo del discurso de las “misiones humanitarias” permitía casi cualquier aventura militar en el exterior: véase las intervenciones militares en Bosnia y Serbia, el epítome de este discurso. Pero desde el 11-M es el “terrorismo”, ese fenómeno negligentemente definido a propósito para que sea un cajón de sastre (y cada vez más: ver los recientes acontecimientos de la legislación española como ejemplo frente al movimiento independentista catalán), lo que permite legitimar ante la opinión pública cualquier barbaridad bélica. Esta “carta blanca”, válida tanto para bombardear el exterior como para legislaciones de excepción y poderes especiales para el Estado en el interior, la estrenaron, ya se sabe, los halcones del Pentágono, los Bush, Cheney y compañía, para atacar e invadir Afganistán, Iraq, a cualquier precio, pero es hoy un discurso ya tan popularizado que es imposible circunscribirlo únicamente a EEUU, sus aliados o la OTAN. Estamos ante un panorama geoestratégico que ya ha dejado de ser unipolar, y cualquier sátrapa con el suficiente potencial militar puede echar mano de ese comodín para sus propias masacres de potencia o subpotencia imperialista. Véase el genocidio de Al Asad con el apoyo ruso e iraní en Siria contra su propia población (una de las mayores masacres de población civil de nuestro tiempo), Putin en Chechenia, Georgia, Siria y Ucrania, o Netanyahu en su operación de exterminio de la población palestina de Gaza.
Pero estos discursos que otorgan cheques en blanco al parecer no hacen aumentar la legitimidad ni mejoran la imagen de los Ejércitos, como se ve por los cada vez mayores esfuerzos de los Estados para mantener sus cifras de reclutamiento mediante movilizaciones obligatorias regulares o presencia en centros de enseñanza o ferias juveniles. En España esto no es una excepción y tras la suspensión del servicio militar obligatorio por el ciclo de desobediencia civil, por la objeción de conciencia y la insumisión de los años 70, 80 y 90 del siglo pasado, las Fuerzas Armadas deben “venderse” como una profesión más en salones de empleo, ferias infantiles y juveniles, etc, donde a veces se ven expuestas a coloridas formas de rechazo, como la del pasado diciembre en Expojove de Valencia. No faltan tampoco las campañas de márquetin como la Unidad Militar de Emergencias, que mágicamente se transforma ante la imagen pública de una institución encargada de hacer la guerra, y por tanto, posee y emplea material explosivo e incendiario y tiene capacidad de producir catástrofes humanas en una que apaga fuegos y ayuda en catástrofes. Una militarización de las funciones y misiones propias de las unidades de protección civil y bomberos normalmente infrafinanciadas, que son desplazadas por efectivos militares mucho menos ineficaces y mucho más caros en un campo que no es el suyo.
Ante esta hidra global del militarismo no conocemos otras resistencias desde abajo, que sean posibles y puedan llegar a ser efectivas, que las resistencias globales ejercidas desde lo local y desde la desobediencia y la no-colaboración. No en vano esta maquinaria global militarista se alimenta principalmente de la obediencia y la colaboración de una humanidad convertida en ejércitos pasivos. Campañas ciudadanas contra el comercio de armas como la que expulsaba a los barcos saudís que transportaban el armamento empleado en la guerra del Yemen de los puertos europeos, que aquí ha tenido su representación en Sagunto, la del BDS de la sociedad civil palestina contra la ocupación israelí, o los movimientos internacionales de objetores al servicio militar o a los presupuestos militares, entre otros muchos, marcan un camino necesario pero que en su mayor parte solo se ha recorrido tímidamente.