Alabanza y crítica del antimilitarismo patrio (Carlos Pérez)

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Carlos Pérez, Antimilitaristes-Moviment d’Objecció de Consciència (MOC-València)

[Publicado en el número 122 de la revista Al Margen, verano de 2022]

Suele suceder que algunas personas, siendo simpatizantes incluso con las acciones y actividades del MOC se planteen si hay alguna ideología clara detrás del antimilitarismo… Como si la noviolencia no fuese en si mismo un posicionamiento político.

En cierta manera son comprensibles las dudas. Por mucho que alguien se crea que lo se ha dicho y explicado todo con todo detalle acerca del militarismo y el antimilitarismo, la realidad es que nuestros puntos de vista, análisis y problemas urgentes a abordar no han formado parte en general de la agenda del ciclo de movilizaciones que se inauguró con el 15M (a pesar de nuestros esfuerzos)no, más allá de la denuncia moral en abstracto del “No a la guerra”, ni tampoco de las fuerzas políticas emergentes que surgieron posteriormente, cuyos líderes, por creencia o por estrategia, se han movido con decisión entre el apoyo entusiasta a la labor de “nuestras” Fuerzas Armadas y la fabricación de armamento como solución a los problemas de empleo.

Se ha llegado incluso a calificar de “extemporáneo” el debate planteado por el antimilitarismo. Vamos, que “no toca”, “no procede”, “no es pertinente” y hay que aparcarlo. Nada nuevo que ver en el panorama de los partidos políticos cuando nos ponemos las “gafas” antimilitaristas, y queda intacto, por tanto, si no aumenta, ese “partido militar” que puebla de manera casi uniforme y absoluta la totalidad del arco parlamentario, esa gran coalición caqui compuesta por todas las formaciones políticas que blindan el modelo militar de defensa de cualquier debate y cuestionamiento.

Otro factor que influye en la escasa presencia pública del antimilitarismo es que, en palabras de un compañero insumiso, es una “ideología de la práctica”, que prioriza la capacidad de interpelación y transformación de los hechos y las prácticas políticas, de la acción, de los cuerpos actuando directamente y sin delegación (frecuentemente bloqueando y desobedeciendo), y las formas de organizarse, por encima de las palabras y los discursos. No hemos sido precisamente “guerrilleros de la palabra”, como le gustaba llamarnos a los insumisos presos en la cárcel militar de Alcalá de Henares algún otro militar preso también, por nuestra afición al debate en las horas de patio… Esta inclinación hacia la práctica sin duda le ha dado al movimiento antimilitarista en sus momentos álgidos del pasado una potencia que excedía con mucho la que cabría esperar de su escasa extensión y recursos. Pero ha contenido también un vicio, la escasa atención a la elaboración intelectual, a la reflexión teórica, que creo que anunciaba la actual fase “post-insumisión” de práctica desaparición como tal movimiento, salvo honrosas excepciones puntuales y locales.

Se escapa de esa escasa producción teórica los maravillosos e incitadores “Objeción e insumisión: claves ideológicas y sociales” de 1991, “La insumisión: un singular ciclo histórico de desobediencia civil”, de 1997, revistas como “En pie de paz”, los artículos sobre la legitimidad de la desobediencia civil desde un enfoque jurídico de José Antonio Estévez Araujo, el collage de textos de “En legítima desobediencia: tres décadas de objeción, insumisión y antimilitarismo”, y el libro de José Antonio Pérez “Manual práctico de desobediencia civil”, que si bien fue escrito desde el exterior del MOC, contiene una profunda reflexión sobre la perspectiva histórica de la desobediencia civil y labor del MOC en los años de explosión de la insumisión, y sirvió para que algunos, como un servidor, descubriera y decidiera sumergirse en cuerpo y alma en estas luchas. Más recientemente podríamos señalar los trabajos de investigación histórica Jesús Castañar Pérez sobre los mecanismos de la acción colectiva noviolenta, como por ejemplo “Historia de la revolución noviolenta”.

Pero en general, el antimilitarismo no ha sido capaz de producir nada parecido a un “corpus” teórico que contenga sus perspectivas, sus análisis sobre el fenómeno del militarismo y sus herramientas para “desarmarlo”, dejando así a la libre interpretación del receptor estas cuestiones, que acaban quedando reducidas popularmente al ámbito de lo puramente militar y armamentístico. No sin cierta razón y como su propio nombre indica, el antimilitarismo se ha focalizado en una labor de oposición, denuncia, bloqueo e interpelación, sin capacidad para producir y comunicar alternativas, pero al menos restringiendo al máximo el espacio de “lo posible” para las respuestas que podía dar el poder.

Por eso veinte años después de treinta años de objeción e insumisión antimilitaristas es casi imposible la vuelta de la “mili” como el servicio militar obligatorio que fue, a pesar de los cantos de sirena que se escuchan periódicamente, aunque por desgracia el reclutamiento voluntario ha conseguido estabilizarse gracias a la “conscripción económica” derivada de la precarización continua de la vida.

El ejército difícilmente puede obtener apoyo social y legitimidad de las funciones centrales que le son propias, de las acciones armadas y de combate, pero en cambio tenemos las “misiones de paz”, de estabilización o “humanitarias” y a la Unidad Militar de Emergencias constantemente en los medios de comunicación apagando fuego y rescatando afectados por inundaciones, desplazando y militarizando las funciones que le son propias a los cuerpos de bomberos y protección civil. No sería este un mal camino para la desaparición de los ejércitos que preconizan las voces antimilitaristas: la reconversión total de las fuerzas armadas en cuerpos puramente de protección civil y de actuación ante catástrofes.

Así, extraña menos que lo que hoy goce de mayor visibilidad, sea, por un lado, el llamado “no a la guerra” sin más aditamento, una suerte de pacifismo antibelicista superficial que no va más allá de la mera denuncia moral y abstracta de la guerra sin advertir de sus causas y preparativos políticos, económicos y culturales, y por otro lado, un extraño y miope “pacifismo selectivo”, “antiimperialista”, que solamente se activa cuando la guerra y el militarismo lo ejecuta EEUU y sus aliados, la OTAN, “occidente”, y duerme el sueño de los justos o acude al conspiracionismo para responsabilizar siempre a los actores anteriores cuando la guerra la promueven Estados o actores supuestamente enfrentados al imperio estadounidense.

Así se explica el silencio dominante de gran parte de la llamada izquierda y del pacifismo y el antimilitarismo ante la represión atroz y la masacre de población civil sostenida durante años cometida por el gobierno sirio y sus aliados ruso e iraní en la guerra de Siria, o actualmente ante la invasión rusa de Ucrania y los crímenes de guerra sin cuento que allí se cometen diariamente. Sus análisis geopolíticos de garrafón ignoran los hechos y la situación concreta de cada conflicto, se centran siempre en las dinámicas entre Estados, y olvidan la voz y la capacidad de agencia de las sociedades, de la “población civil”, las clases sociales, no van más allá del mero  campismo, de aquello de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, o “lo de aquí siempre es peor”, aunque en Siria hayan muerto centenares de miles de personas en diez años de guerra y Ucrania se esté convirtiendo en 100 días en un museo del horror similar. Certeramente y con dosis industriales de vitriolo, la autora británica-siria Leila al-Shami definíó estas posturas como “el antiimperialismo de los idiotas”.

Igual que durante la carnicería perpetrada por Assad y sus aliados no vimos más movilizaciones amplias en Europa o EEUU que cuando Obama amenazó con intervenir en 2013 contra el gobierno sirio por la masacre con armas químicas de Ghuta, o con el lanzamiento de misiles de Trump contra una base militar siria en represalia por otro ataque químico, en Jan Cheijún, tampoco veremos convocatorias para detener el imperialismo y los crímenes de guerra rusos en Ucrania. Es tal el grado de penetración de este discurso oportunista que se condena la invasión rusa como si fuera un mero trámite insoslayable para, como si esto por sí solo fuera una postura insostenible, pasar inmediatamente a hablar de la responsabilidad de la OTAN en los acontecimientos y prácticamente equipararla a la de Rusia, haciendo uso de una retahíla de clichés de la propaganda de guerra rusa de los últimos 15 años: “en Siria no gobierna una dictadura genocida que masacra a la población que no se pliega su dominio: es un democracia laica víctima de una guerra proxy de la OTAN a través de grupos terroristas islamistas”; “Rusia no quiere anexionarse Ucrania mediante una invasión armada a gran escala para realizar su visión imperialista de la Gran Rusia: ha reaccionado así porque ha sido arrinconada y rodeada de bases y de países de la OTAN”. Invitamos al lector o lectora, si llegado hasta aquí, a que lo compruebe en los muchos manifiestos “contra la guerra de Ucrania” surgidos en estos últimos cuatro meses.

A pesar de que un cierto despiste e incapacidad a la hora de informarse sobre los hechos y la situación concreta en estas guerras haya llevado a algunos grupos antimilitaristas a adherirse parcialmente a ese “pseudopacifismo”, no es esa la perspectiva del militarismo que han venido desarrollando desde derrumbe de la mili.

En parte es comprensible por la fuerza de la costumbre de actuar durante una década de guerras imperiales estadounidenses y porque, obviamente, señalar los preparativos de la guerra del Estado español como miembro de la OTAN es acabar hablando y actuando mucho contra esta reliquia de la Guerra Fría reconvertida en supuesto gendarme mundial; un verdadero obstáculo para la paz y la estabilidad. El antimilitarismo que cultivaron redes como la del MOC tras su III Congreso en 2002 está centrado en lo militar. Podríamos llamarlo antimilitarismo antimilitar o antimilitarismo caqui. A pesar de que cómo veremos a continuación. La concepción del militarismo que ha enmarcado la labor del MOC es mucho más amplia que la restringida al ámbito de la estructura militar y lo armamentístico.

En su más reciente declaración ideológica el MOC decidió cerrar el foco estratégicamente en perseguir la abolición del Ejército en el camino hacia un mundo sin guerras, centrando su trabajo en erosionar sus pilares ideológico, económico y político. Era la época de las movilizaciones masivas contra la guerra de Iraq y en esa hegemonía social del rechazo a la guerra, el MOC buscaba visibilizar las decisiones políticas, las instituciones, las instalaciones, los presupuestos, las inversiones, la ideología, etc que hacían posible esas guerras tan denostadas socialmente. Es decir, intentar hacer tan impopulares los preparativos de la guerra como la propia guerra. Y de ahí surgieron lemas y acciones como “desobedece las guerras”, “la guerra empieza aquí”, “reclama la base”, acciones de desobediencia en instalaciones militares, de denuncia de la presencia militar en espacios educativos, una revitalización de la veterana la objeción fiscal al gasto militar, etc. Una visión del militarismo, que no es la decimonónica del sometimiento de lo político a lo militar, de la que nos acusaba algún ministro de la guerra, pero que sigue incidiendo en cómo se prioriza la realización material de la guerra, el mantenimiento de una maquinaria militar perfectamente engrasada para que suponga una amenaza creíble ante “el enemigo”, figura disuelta ya hace tiempo en todas la Directivas de Defensa en el concepto más difuso y conveniente de “amenazas” o de “riesgos” para la seguridad.

Esta idea de superar y “desarmar” la defensa militar entronca ni más ni menos que con el ya añejo concepto de la “seguridad humana”, elaborado en por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en 1994. La “seguridad humana” se centra en un amplio rango de amenazas sobre los individuos (económicas, alimenticias, de salud, medioambientales, comunitarias y políticas). En cambio, los conceptos tradicionales de seguridad se concentran en un restringido margen de amenazas externas (militares) sobre la integridad territorial y política de los Estados.

Sin embargo, como decía al principio, el cada vez más reducido movimiento antimilitarista encarnado por “Alternativa Antimilitarista-MOC” (nombre adoptado por la coordinación estatal del MOC desde su III Congreso de 2002) no se ha destacado por la profundidad ni por la originalidad de sus elaboraciones teóricas en estos temas, en los que sí ha habido aportaciones muy significativas del ya desaparecido Colectivo Utopía Contagiosa, de Madrid, en el análisis del gasto militar en los presupuestos del Estado y en el concepto de “alternativas de defensa” a la defensa militar, y por supuesto del think tank pacifista Centre Delàs, de Barcelona, en el análisis del ciclo armamentista español y el comercio de armas. De sus trabajos han bebido todas las campañas y acciones antimilitaristas durante este periodo “postinsumiso”.

Como cabría esperar por la lectura en clave de victoria del ciclo de desobediencia al servicio militar, la originalidad del antimilitarismo patrio ha seguido estando en sus prácticas y en el intento de transmisión a otros movimientos de nuevo cuño como la PAH, el animalismo o las movilizaciones por el clima, de la caja de herramientas de la acción noviolenta y sus instrucciones de uso. Creo que no es exagerado afirmar que esta labor pedagógica sostenida durante años, a través de sus propias acciones y formaciones, ha sido un factor importante para que la noviolencia y la desobediencia civil sea hoy un lenguaje común y natural que hablan sin esfuerzo algunos novísimos movimientos sociales y que incluso haya cristalizado en movilizaciones de masas, como el referéndum independentista del 1-O en Catalunya. Todo ello a pesar de contraataques del Estado frente precisamente a ese auge, en forma de leyes mordaza diseñadas especialmente para reprimir por la vía administrativa y económica esta forma de activismo desobediente.

Pero esta constante apología de la noviolencia, a la vez que ha tendido puentes con unos, también ha provocado enconados debates con otros. La noviolencia del antimilitarismo, este antimilitarismo noviolento en el que se podría encuadrar al MOC, que lleva implícito una crítica de la violencia política, ha generado en no pocas ocasiones intensos intercambios dialécticos con el campo anarquista y libertario. Lo cual es en cierto modo paradójico siendo el MOC un movimiento precisamente de matriz anarquista y libertaria, en sus formas de organización y actuación, aunque estos términos no hayan formado parte explícita de las formas en las que se ha definido a sí mismo. Autoorganización, horizontalidad, desobediencia, acción directa y una concepción del poder como algo que se ejerce y no como algo que se tiene, han sido y son rasgos que definen a los grupos antimilitaristas existentes, y son también términos propios del vocabulario del anarquismo. Y a su vez ese antimilitarismo restringido al rechazo a los ejércitos y los Estados como maquinarias de violencia, también ha formado parte del programa político anarquista.

En cambio, si ha habido posicionamientos contrapuestos en relación a la cuestión de la violencia revolucionaria. Desde los disturbios callejeros hasta Rojava, los debates han estado normalmente desenfocados y plagados de malentendidos sobre la noviolencia como una especie de vía espiritual que condena cualquier cosas que los medios cataloguen como violencia desde una supuesta superioridad moral, cuando en realidad lo que ofrece la noviolencia son otras vías de acción política, legítimas, con profundidad histórica y filosófica, y que se han demostrado eficaces para lograr transformaciones profundas de la sociedad. El debate que plantea la noviolencia suele centrarse en la efectividad y consecuencias negativas de los disturbios, o en qué tipo de sociedad construye en definitiva la violencia revolucionaria.

A diferencia de otros lugares de Europa donde al menos si ha existido una corriente dentro del anarquismo que maridaba a este con la noviolencia, con figuras significativas pero desconocidas por estos lares como Bart de Ligt (“cuanta más violencia menos revolución” puede ser una buena cita para cercarse a su pensamiento) en Holanda, o Ernst Friedrich o Gustav Landauer, en Alemania. En este país, esta tradición anarcopacifista o de anarquismo noviolento cuenta incluso con una veterana publicación periódica llamada Graswurzelrevolution (revolución a ras de suelo). Esta tradición se encuentra totalmente ausente en el anarquismo español, quizás por la hegemonía de la CNT de los años veinte y treinta, y la violencia presente en la sociedad española de entonces. El caso es que es llamativo que a pesar de la presencia en el ideario anarquista de conceptos como el de “prefiguración”, que no es más que la idea de la necesaria coherencia entre fines y medios, que es el eje central de la acción noviolenta, sigue existiendo desde muchas organizaciones libertarias una mirada desconfiada hacia el antimilitarismo noviolento. Hasta el punto de que publicaciones como el libelo del anarquista estadounidense Peter Gelderloos, “Cómo la no-violencia protege al Estado” ha gozado de una gran popularidad en la escena libertaria española. Aunque estudiosos de los mecanismos de la acción noviolenta como Brian Martin ya han dado cumplida respuesta (la podéis encontrar en la página web del Antimilitaristes-MOC mocvalencia.org) a los argumentos de escaso rigor y tono difamatorio de Gelderloos, es obvio que su libro ha dejado una huella notable.

Y en estas cosas andábamos cuando llegó el evento Pandemia y pilló “cautivo y desarmado” al antimilitarismo, dividido, semidisuelto y empuñando únicamente su “antimilitarismo antimilitar” para entender y cuestionar lo que se desarrolló en los siguientes meses y años… Con estas herramientas es normal que solamente hayamos elaborado críticas a aspectos anecdóticos de la gestión autoritaria y militarista a la crisis sanitaria del coronavirus, como por ejemplo las pintorescas imágenes de militares en los medios, fumigando heroicamente barandillas y pasamanos con lejía. O aspectos simbólicos, aunque importantes, como la presencia constante de altos mandos en las ruedas de prensa diarias en los primeros meses. O aspectos parciales, como el lenguaje belicista que se instaló en el relato dominante.

Los grupos antimilitaristas podrían haber sido catalizadores de una crítica general de la desproporción de la respuesta a la crisis sanitaria, pero habíamos perdido por el camino esa idea de un antimilitarismo “en sentido amplio”, que considera el militarismo como un fenómeno social, y nos habría dado las herramientas adecuadas para analizar lo que estaba pasando. Ese “militarismo social” consistente en la presencia e influencia de los esquemas, moldes y patrones militares en la organización y relaciones sociales. Allí donde hay autoritarismo, dominación, control, jerarquización, obediencia, discurso del miedo, odio a la diferencia, construcción de un “otro” enemigo, violencia y censura, existe esta “militarización”. Esta herramienta de análisis político formaba parte del corpus ideológico del MOC desde su II Congreso Estatal de 1986, pero fue desechada por un pragmatismo mal entendido en el III Congreso. Ahora el objetivo del MOC sería la lucha “contra el militarismo y el control social”, algo que quedó sobre el papel de esa declaración ideológica pero no ha orientado el trabajo del movimiento postinsumiso, y como hemos visto no ha servido para articular una postura crítica frente a los desmanes impuestos policialmente en los últimos dos años, como encierros domiciliarios, control de movimientos, toques de queda, silenciamiento, ridiculización y criminalización de las voces disidentes por muy solventes y fundamentadas que fueran, promoción del pánico a través de los medios, ingeniería del comportamiento, señalamiento de chivos expiatorios… Pero no seamos injustos: no lo han hecho los pocos grupos antimilitaristas supervivientes, pero tampoco prácticamente ninguna de las organizaciones, movimientos o referentes intelectuales tradicionalmente críticos con el poder. El panorama ha sido desolador.

Y lo que sucedió (o ha sucedido) es que la sociedad ha aceptado y asimilado el modo de gestión de la pandemia basado en el control social y en la obediencia. Dicho modelo ha tenido tanto éxito que la propia ciudadanía ha hecho suya la demanda de “mayor control” y “necesidad de obediencia”. Tendremos que ver en los años venideros (en un contexto de cambio climático, de tendencia política hacia el autoritarismo a nivel mundial y de retroceso en materia de derechos) cómo muchas de las cosas que se han vivido por su inmediatez, necesidad y situación de excepcionalidad se irán o no desarrollando, y muy especialmente la cultura del autocontrol de la obediencia y el control social, no solo a través de mecanismos tecnológicos, sino humanos (extendiendo ese autocontrol de la obediencia al control de los demás). Ejemplos de ellos recientes son la llamada “policía de balcón” o “policía de las mascarillas”, donde la centralidad es la obediencia a las normas y el señalamiento ante el incumplimiento de las mismas.

Mirando hacia el futuro, no creo que nadie se atreva afirmar nada sobre el devenir del antimilitarismo. El porvenir no parece nada halagüeño después del exitoso ensayo de disciplinamiento social masivo que hemos sufrido sin ninguna oposición, por un lado, y los ardores guerreros que está despertando la invasión rusa de Ucrania por otro. Lo que está claro es que esta reciente reencarnación del antimilitarismo que comenzó a finales de los 60 en el Estado español ha dejado una huella indeleble y un legado que otras personas harán suyo consciente o inconscientemente. Aunque los últimos reductos antimilitaristas prosigan el lento proceso de desaparición que empezó con el final del servicio militar obligatorio, volverá a aparecer más adelante el hilo rojo que nos conecta con una tradición política diferenciada, presente como mínimo durante los últimos cien años, pero también en otras formas, en otros continentes y en otros tiempos, Porque fueron, somos. Porque somos, serán.